Nuestro compañero Luis Arizaleta nos cuenta su opinión sobre el premio concedido a Bob Dylan
La justicia poética existe: a Bob Dylan le han dado el Nobel, por más que les pese a los que no lo aceptan y protestan y se olvidan que «lírica» viene de «lira» e ignoran que la poesía pervive en las canciones, en las letras de las buenas canciones: Jorge Drexler, Silvia Cruz, Joan Manuel Serrat, Martirio, Leonard Cohen, Silvio Rodríguez, María del Mar Bonet, Tom Waits, Julieta Venegas o Joaquín Sabina saben bastante de ello.
La literatura nació oral, dicha en voz alta y escuchada. Oralmente se filosofó en la Grecia de los presocráticos. A través de la voz de los actores y las actrices penetramos en el sentido de las tragedias, las comedias y los dramas, hayan sido escritos por Shakespeare, Pinter o Reza (Yazmina). La palabra enunciada en voz alta nos educa en la inicial belleza de las canciones de cuna y los cuentos contados de la boca al oído. En fin, quien dude de la oralidad como canal y fuente, texto y vínculo, es que no conoce el sonido poético del amor.
Sabemos que a Gabriel García Márquez le hubiese gustado escribir «Pedro Navaja», de Rubén Blades, y a Torrente Ballester ser cantor de tangos. Cuántos otros vates de la letra impresa no habrán soñado con escribir las letras interpretadas por Lou Reed, Antonio Vega, Jacques Brel, Cecilia, Manolo Tena, Serge Gainsbourg, Vainica Doble, Jacques Moustaki… cuyas canciones han emocionado a tantos, forman parte de las bandas sonoras de tantas vidas.
La justicia poética existe y ha llamado a la puerta de Dylan. Bienvenida sea. Y ojalá vuelva en muchas ocasiones a los hogares y los estudios de grabación de otros hombres y mujeres que ejercen como juglares contemporáneos y nos alegran la vida. El premio Nobel se ha acercado a un cantante que escribe bellas letras para las piezas de su lírica, ha ido a visitarle el mismo día que murió otro juglar, Darío Fo, intérprete de una fuerza contagiosa, extraodinaria, narrador oral y dramaturgo dominador de la ironía y el humor caústico.
Van y vienen las vidas. El oído es el primer sentido que activa quien nace y el último que pierde quien muere. Oigamos en profundidad nuestras emociones, aprendamos a escuchar el más hondo sentido de nuestras existencias, enseñemos a disfrutar de la palabra pensada y sentida, dicha, cantada, escrita o transformada en imágenes. Siempre habla de nosotros.
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